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miércoles, 10 de febrero de 2010

El eterno fulgor de la ira


I

Hacía ya tiempo desde las últimas muertes y ella aun se resistía o intentaba resistirse. Había notado que también comenzaba a morir. Sentía que el cuerpo se le consumía lentamente, casi con mansedumbre, como el agua de un estanque que se aquieta poco a poco luego de la caída de una gota. Pero a pesar de la serenidad, sentía que la muerte la abordaba y que el tiempo pronto se le escaparía, llevándole el alma y los recuerdos.
A veces creía que ellos sólo habían sido un sueño, un recuerdo, una simple ilusión; pero no ella, no María. Ese nombre breve y milenario que había heredado de sus ancestros, ese nombre que ahora le pertenecía al igual que su pasado y su sombra.
Ahora le era imposible recordar sin el olor de los jazmines y la tierra mojada que parecían habérsele arraigado en la piel. Alguna vez se lo había comentado a don Vittorio:

-         Es como en ese libro, el que leí. Cuando recuerdo lo recuerdo todo. Sus voces, sus sonrisas… todo. Casi no puedo entender la diferencia entre recordar y vivir.

La otra, Olga, fue la primera en irse, pero de eso hacía ya mucho. Un muchacho español, de barba roja y espesa, la había llevado lejos, más allá de las extenuadas vías y las madreselvas enredadas en los muros. Atrás quedaban María, la hermandad de su sangre y los muertos.
Ahora había un camino entre ellas que parecía ensancharse más y más a medida que se consumían los años. Íntimamente sabían que ahora eran distintas, que eran personas diferentes y ajenas como las que se encuentran en los andenes y los caminos.
Don Vittorio no era su padre pero desde que don Raúl quedó postrado por la apoplejía, muchas veces ocupó ese lugar en la vida de María.
-         Cuando llegaron ustedes, m’hijita, sólo estábamos yo, la estación provincial y el terreno santo. Todo lo demás era el campo ancho y verde. Al principio trabajé en el tren y donde me hice de unos pesos y unos ladrillos me puse el almacencito. Vendía diarios solamente hasta que vino el ejército y puso el cuartel y las casas aparecieron como hongos en día de humedad.

Olga era la que ahora estaba lejos, enclaustrada en otros destinos con el español barbudo, ocupada en el rito incomprensible y milenario de la fertilidad que escaseaba. De repente ella pasó a ser una imagen difusa y remota en su memoria, una luz vertical y mortecina  que ya no apuntaba hacia ningún sitio.
María, en cambio, era la de las risas pálidas, la que no conocía más amor que las caricias subrepticias del viento. Ella era la vida, la esperanza insensata en el futuro convenientemente lejano como el horizonte. Ella era la ausencia y la verdad descarnada de esa tierra sin tiempo y sin lágrimas. Ella era el alma y el secreto tesoro del recuerdo que se negaba tercamente a extinguirse. No importaban las distancias, la soledad o la muerte… Todo, absolutamente todo, podía resumirse o remediarse en ese verdor espeso del monte que la rodeaba. Creer en los sueños y en el regreso fue su verdad y, acaso, su locura.

II

Y una vez más la primavera que se entretejía en los jazmines claros y brillosos, esa neblina tibia que se recostaba sobre la parra reseca como un manto difuso. Pero esta vez las distancias eran otras o comprometían algo más íntimo o sagrado, algo como la sangre o el fuego o esa lucecita melancólica que solía arder en lo más profundo de su alma.
Olga ya tenía dos hijos al cabo de tres años y ella solo la había visto dos veces, poco después de que nacieran. Había algo parecido a una sonrisa cuando intentaban recordar, cuando trataban de borrar de un soplo ese tiempo vacío y oscuro que separaba sus cunas de las nuevas primaveras. Pero ellas se empecinaban en recordar, como queriendo cumplir una promesa antigua, más bien un sortilegio. Así pasaba el tiempo. Pero nada ocurría y ellas empezaban a notar que eran otras, que se habían convertido en personas ajenas que se extraviaban en esa ciudad extrañamente conocida y fue entonces que dejaron de intentarlo.


III


Ya amanecía y su cuerpo enroscado y tiritante buscó las cobijas que ahora estaban en el piso, retorcidas, enredadas en el estrépito de los sueños de la noche anterior. El silencio del corredor demoraba esas imágenes deformes que por momentos volvían a interpolarse en la habitación. Pronto el viento arrastró nuevos ecos desde los fondos: el alarido monocorde de un gallo, un camión rezongando la calle empedrada o el coro burlón de los horneros celebrando la mañana lluviosa.
Olga había muerto hacía ya ocho años y ahora, recién ahora, recordaba sus pasos que emergían desde el fondo y el sabor del aire bajo la parra que era distinto a cualquier otro.
El sol, a lo lejos, languidecía en un amarillo opaco. Ya no tenía el color del oro ni el del  fuego.

-         Llegará el invierno- se dijo a sí misma - Siempre llega.

Don Vittorio la había visitado la tarde anterior. Ya no lo veía con tanta frecuencia desde que Olga murió. En realidad no veía a nadie desde ese tiempo. Habían hablado durante horas del río, del agua y de Dios.

-         Para los que aún estamos aquí,- dijo don Vittorio- para los que heredamos el mundo, sólo nos queda seguir creyendo. El resto no es más que un sueño; una forma más de un recuerdo incierto.

-         Ya no puedo creer. Hace tiempo que no puedo. Dijo María con su mirada perdida en el fondo de la habitación casi en penumbras

Ahora don Vittorio no la mira. Sus ojos se han detenido en una vieja fotografía familiar que cuelga de la pared. Por un instante se pierde en esas imágenes y recuerda. Recuerda las lluvias, recuerda los primeros días en esa ciudad vacía y distante, recuerda los primeros inviernos, las noches y la tristeza. Respira profunda y pausadamente y dice al fin:

-         Los indios de por aquí creían que el río era Dios. Quizás lo creían porque era enorme, como infinito, o quizás porque sentían miedo.


IV


Una vez más amanecía. Y ella observaba, una vez más, las paredes que se clareaban de a poco. El horizonte tenía algo de cercano, como si pudiese tocarlo al extender sus manos.
No había dormido en toda la noche, aún estaba ahí, quieta en un rincón con un libro en sus manos. La tapa solo decía Werther, el resto estaba borrado por los años y el polvo.  En un pequeño papel había anotado un pasaje del libro, unas pocas palabras que hablaban de la muerte y del olvido. Ahora lo releía en silencio y sentía que esas palabras la involucraban, que le quemaban el pecho.

“No caeremos en la nada- añadió con un tono de voz penetrado de sentimiento divino- ¡Existiremos! Pero, Werther, ¿volveremos a encontrarnos? ¿Nos reconoceremos?”


V

Don Raúl había muerto al amanecer. Los primeros días de junio anoticiaban el impetuoso invierno que se dejaba entrever en el rocío escarchado y en la palidez del sol. Ahora María estaba sola. Algunos vinieron a amortajar el cuerpo muy temprano en la mañana. El velorio fue silencioso y oscuro, sólo algunas flores distribuidas promiscuamente en los rincones y unos pocos ancianos traídos menos por la tristeza que por el compromiso y la costumbre. Para el atardecer el cuerpo había sido enterrado y ya no quedaba nadie en la vieja casa, más que algunos perros, el polvo y el viento.

Don Vittorio llegó al amanecer del día siguiente. Por un largo rato permanecieron callados, sin verse, como si fuesen indiferentes a sus presencias.

-         Fui al río- dijo ella, balbuceante, casi en silencio- Fui al río y se lo pregunté

-         ¿Qué cosa, hija?

-         Dónde está Dios, dónde se esconde,  a qué le teme…

Don Vittorio la observaba distante o ajeno, como si observara algo más allá de ella, algo que la circundaba y la transcendía.

-         ¿Qué te ha dicho el río? Preguntó al fin

-         Nada –dijo ella con la voz ahogada por el llanto que, sin embargo, no dejaba brotar lágrimas, sino sólo un profundo temblor y la angustia - No me ha dicho nada.

-         Quizás Dios sea eso.

-         ¿Qué cosa? Preguntó ella, observándolo con furor

-         El silencio. Quizás Dios no se más que el silencio.

VI

Ella, María. Su nombre resonaba en su mente como un eco furioso y abrasador. ¿Quién era ella? ¿Quién era esa mujer que ahora aguardaba los días, perdida en un rincón invariable? Sus manos aún palpaban la tibieza de su piel. Pero ella se negaba a ser el fuego. Siente a su alrededor la calidez engañosa de su cama y piensa que ese calor no es más que el reflejo del suyo.

-         Llegará el invierno- se dice a sí misma - Siempre llega

Ahora piensa en los años, y en sus ojos que desgastan esas sábanas. En el recuerdo de la sangre y de la locura, el recuerdo de un sueño remoto e intemporal que sacudía su cuerpo. Y otra vez el silencio, y la quietud insoportable del agua que se niega a recordar.
Jamás entenderemos el mundo, jamás entenderemos el por qué de los límites y las distancias. Quizás sea, como entendió esa noche, porque el mundo conocido no es más que un instante, una centella raquítica que se consume en medio de nuestra oscuridad.
El secreto designio de los dioses quizás solo sea el eterno fulgor de la ira.


Agustín Ducca Pantaleón - El eterno fulgor de la ira

Ilustración:  Pablo Alonso - Ojo, lágrima y gota
                     Pablo Alonso - Resplandor de un tallado

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