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martes, 2 de febrero de 2010

Utopía de un hombre que recuerda


Desde que decidí volver, aun a costas de la abnegación y la soledad, he vivido con fantasmas.
Mi vida ha transcurrido aquí, en estas vías oxidadas que rezongan el tiempo de calor, en estos horizontes polvorientos donde el silencio lo compone el resonar de trenes raudos y letales como relámpagos.
Detrás de esas ventanas está la desolación de éstas personas hechas de olvido y de polvo; un sucio estigma de los tiempos de progreso.
El tren recorre invariablemente el mismo y cansado trayecto desde que tengo memoria. Solo los sueños han cambiado desde entonces ¿Pero, qué nos queda ahora sino esperanzas? ¿Qué habré de buscar cuando ya no me quede más que la noche, que el recuerdo de los rostros vagamente conocidos y la imagen de ese potro blanco lacerando los campos?
I
En pocos meses mas sobrevendrá el invierno y con él, el tiempo de las naranjas y un año mas desde la muerte de Javier. Hay un momento exacto en nuestra vida en el que creemos que no existen límites posibles; creemos que todo, absolutamente todo puede surgir de una vez y para siempre en una simple esquina, en un zaguán o en la mirada lenta y vacía de un anciano, es entonces cuando resurgen esas imágenes marchitas de lo que alguna vez fue nuestro rostro y comprendemos que el tiempo es solo una fuerza inconstante y efímera, que amenaza con extinguirse por el olvido o por el viento.
Al cabo de tanto esfuerzo habíamos logrado comprar la estancia en Mendoza y los sueños habían recuperado ese sabor de lo tangible que es como una confirmación, como una certeza íntima de que Dios existe.
Javier era mi único hijo. Él era el que tenía una vida por delante, un destino lejano y misterioso que se dejaba ver en los sueños y que todos sospechábamos tibio y prodigioso. Luego se desmoronaría el almacén y Javier moriría en el acto.
Para nosotros, ese era el lugar indicado. Un rincón gastado de vientos y distancias vacías que se perdía más allá de los hombres, entre montañas y abismos que embriagaban. Ésta era nuestra apuesta a las esperanzas tímidamente atesoradas. Dejábamos atrás una ciudad de óxido y estaciones, un puñado de caras, y nuestros muertos. Ese era nuestro sueño o nuestra locura.  
Ahora veo a Javier el día en que partimos. Su camisa a rayas, el botiquín repleto de ungüentos, la sonrisa subrepticia del sueño, los hábitos ceremoniales y la costumbre militar de afeitarse sin espejo, todo formaba parte de ese rito que antecedía a nuestra fuga, a nuestra partida.

II
En la estancia pronto irrumpieron los yuyos, y ellos desdibujaron las marcas de los tiempos anteriores, los tiempos de Javier hiriendo la tierra, buscando ese hálito vital que lo arrastraba a creer y a soñar.

-         En ésta tierra hay futuro. Vas a ver que pueden cambiar las cosas, que serán mejores

Siete años me llevó vender la finca, siete años en los cuales el tiempo adquirió esa vacilación insensata que tiene en los sueños. Ahora el mundo parece una imagen lejana y absurda, un entramado de líneas indiscernibles que se extinguen más allá de donde mis ojos lograrán ver. Pero ese caos de tiempo y polvo alguna vez me había pertenecido y esa sensación furtiva que se calaba en mis huesos representaba todo aquello que este horizonte me había arrebatado. Íntimamente sabía que debía irme, que no debía morir allí.
En la estancia quedaba poco, solo un par de vacas macilentas y algunos pastos duros e irreversibles que habían ganado el establo y las ruinas del almacén. Hoy, a la distancia, siento que habité ese lugar por demasiado tiempo.
Para cuando logré venderla todo era distinto e incierto, mis ojos, mi vida y el cielo.

III
Lo veo esa mañana como detrás de un cristal opaco, veo que se aleja hacia el almacén, su voz se va perdiendo a medida que se interna en el caminito de lajas partidas. Las vigas estaban muy deterioradas por las lluvias y los bichos, pero aun así resisten. Resisten lo suficiente como para que Javier se interne en él. Y se pierda en esa oscuridad profunda de abismo, como la garganta de un león que lo aguarda con cautela. Luego el grito lejano y primitivo, el sonido del trueno, las vigas y al fin el silencio.
Su muerte inauguró el terruño de la capilla, ese suelo nefasto se abría poco a poco como un tajo profundo, dejando brotar el fango como una sangre oscura y fétida que rodeaba a Javier y lo arrastraba al interior de esa otra oscuridad. Los pocos peones del lugar formaron un círculo alrededor del cajón que de a poco se hundía en el barro. Como en toda muerte, los que sobrevivieron siguieron adelante, solitarios y sin memoria.
¿De qué sirvieron los sueños que ahora se enfrían en los otoños? ¿De qué sirven las palabras, la tristeza o la muerte? Dicen que un hombre no debería vivir atado a sus muertos, pero en eso consiste ahora mi vida. En esperar y recordar.
El día es una especie de consuelo elemental para mí. En el campo no hay trenes y las noches son silenciosas y oscuras como en ningún otro sitio. A veces pienso que hasta la oscuridad ha cambiado desde que perdí a Javier. Será porque íntimamente sé que su silueta no se oculta en algún rincón preciso de ésta oscuridad, o porque no escucho su respiración tenue fundiéndose con el cantar de los grillos y el viento.
Siempre me pareció justo que un hombre muriera en soledad. Supongo que ese es el precio de haber vivido a la sombra de otras alegrías más cálidas que los recuerdos o el presente.
Javier quería vivir, quería emprender un camino distinto para alejarse de ese pasado pueril de nuestro pueblo. El dinero para comprar la finca era el resultado de la venta de la casa en el pueblo y la acumulación lenta de mi jubilación como empleado ferroviario. El pueblo era el reflejo distorsionado y ajeno de esas vías que habían llegado hacía ya mucho, desde los flancos hospitalarios de la cordillera como una especie de ilusión lenta y vacilante que se asentaba con cada durmiente. Pronto nuestra vida era ese par de líneas paralelas que parecían perseguir el horizonte, hacia esos lugares prometedores y distantes que todos sospechábamos cálidos y acariciados por los vientos. Cada tren era una esperanza renovada, una certeza sutil de que había, en algún lugar, algo más que el paisaje árido y los rostros marchitos de aquí. Pero cuando llegaron las primeras muertes y los trenes se volvieron cada vez más escasos, esa ilusión latente fue mermando hasta casi extinguirse por completo y todo volvió a ser como en esos años anteriores. Volvimos a ser un puñado de personas tristes y borrosas que deambulan en un rincón incierto de las montañas. Y así comenzaron nuevos días que ocuparon nuestra vida con una especie de ánimo febril por huir, por ser otros, y los sueños de Javier justificaron los deseos que ya no pudieron detenerse.
IV
Un viejo mendigo me dijo alguna vez que no debía temerle al viento  porque él hace fuertes a los hombres. El mismo viento -decía- que pule las rocas es el que endereza los juncos. En este paisaje solo ha quedado el viento como una voz oprobiosa que surca las montañas, un grito primal y desgarrado que lo abarca todo, recordándonos que al final solo quedarán las ausencias.
Poco después de vender la finca encontré una pequeña libreta de anotaciones que perteneció a Javier. En la última página había una breve inscripción fechada el día mismo en qué llegamos a aquí:

“Quizás sea solo un pequeño paso el que hemos dado, quizás no sea más que un eco que huye de nuestros silencios o un suspiro oportuno en la asfixiante oscuridad. Quizás pronto lo hayamos olvidado y de nosotros no quede nada, ni siquiera polvo, pero… hasta entonces avanza… que aun nos espera el camino”

Epílogo:

Oí decir alguna vez que con los años conviene perder la memoria, o al menos dosificarla, porque ella se vuelve una carga insostenible para nuestros huesos. Yo he gastado ochenta años acumulando vestigios, palabras inconclusas y silencios.
Hoy vuelvo a ese pueblo al que creí renunciar y su imagen parece una luz quieta y pálida que se adentra en el horizonte. Veo un potro blanco surcar al campo a un lado del tren. No hay límites para los que aún quieren avanzar, para los que aún quieren vivir.
Llueve, y la lluvia parece ser un recuerdo fragmentado e incesante, el recuerdo tibio de otras noches y de otras calles donde nosotros mismo éramos otros.
¿Cómo podré olvidar si mi memoria persiste en el llanto milenario de los mismos cielos de entonces? ¿Qué dios podrá ser eterno a pesar del minucioso caer de los días?
Hoy estoy parado ante este silencio que se resiste a abandonarme, sin más testigos que mi sombra y mi memoria y con la única certeza de la muerte. He visto la presencia trajinante de muchos hombres desvanecerse sin más consuelo que una última noche calurosa. No tenemos derecho a caminar sin tropiezos, sin angustia y desesperación.
Ahora, desde éste lugar helado y anónimo, comprendo que mis pasos solo han deambulado en círculo. Una vez más he regresado a éste rincón de ausencias invariables desde el cual he comenzado mi viaje. Todo me es familiar pero inexacto y oscuro a la vez, y a pesar de todo, aun queda una esperanza que se resiste a los años; la esperanza de que, quizás, en algún lugar del camino ya no nos espere el dolor

Agustín Ducca Pantaleón
Ilustración: Pablo Alonso - Utopía de un hombre que recuerda

5 comentarios:

  1. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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  2. "¡Arte, Arte, arte!". Muy buena historía Agustín! Espero que podamos seguir disfrutando pronto de tus obras maestras!
    Ya publiqué el enlace por Facebook.

    Saludos.

    Edu Contreras.

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  3. "la lluvia parece ser un recuerdo fragmentado e incesante, el recuerdo tibio de otras noches y de otras calles donde nosotros mismo éramos otros"

    noches donde eramos otros...
    profunda frace que en gran parte, todos nos identificamos. hay situaciones y momentos especiales, que los vivimos tan intensamente como un sueño del cual no quisieramos despertar.

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  4. no hay un solo dia q no te recuerde

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