Papel mojado es un emprendimiento independiente de estudiantes radicados en La Plata que tiene por objeto dar a conocer nuestros trabajos y nuestras pasiones.

Sean todos bienvenidos.

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jueves, 25 de noviembre de 2010

Presentación de Papel Mojado en la Estación Provincial

Desde el día jueves 25 de noviembre y hasta el 9 de diciembre, se presentará oficialmente el blog de la Revista Papel Mojado, en el marco de la 4ta Expo Catarte 2010. El evento tendrá lugar en el centro cultural Estación Provincial, de la ciudad de La Plata, ubicado en calle 17 y 71. La inauguración se realizará el jueves 25 a las 21hs.
Se expondrán el texto "Utopía de un hombre que recuerda" de Agustín Ducca Pantaleón, junto con su correspondiente ilustración, realizada por el artista plástico Pablo Alonso.
Esperamos la presencia de todos, acompañando este proyecto.

Resuenan Adoquines

Adoquines que suenan a tangos,
tangós negros tocados por la Nación Lucamba,
en la esquina de calle 6 y 56,
adoquines que suenan por los tambores,
adoquines que sangran y transpiran,
adoquines cortados con el látigo,
adoquines que baleados en el cráneo por un Remington,
adoquinaron las calles de La Plata.

Adoquines que son las canciones,
son las piedras de la isla Martin García,
son las heridas y mutilaciones de la tierra,
son adoquines con charcos de sangre,
son trabajo esclavo de los pueblos originarios.

La mapu herida y nuestras manos al cielo,
la mapu herida y manos señalando hacia el cielo...
¿A donde se llevan a nuestros hijos?
que ya no los veo
¿A donde se llevan a nuestros hijos?
el llanto irrumpe el silencio
¿Porque los separan de nuestros brazos?
no lo comprendo, el barco se aleja del continente negro.

Pachamama, nunca entenderán los esclavizadores,
los daños que te hacen y que te hicieron,
que sanen nuestras heridas, los gramilleros,
que no detengan a mi lengua kiluba africana,
ni el grillete, ni las cadenas, en los buques negreros.
Melodías tristes, por los que suenan los tambores,
los adoquines y las cuerdas de los Lucamba.

Pablo Alonso - Resuenan Adoquines

Ilustración: Pablo Alonso - El tangó: del Kiluba al tango de Discépolo, Piazzolla y Manzi (Detalle)

miércoles, 10 de febrero de 2010

El eterno fulgor de la ira


I

Hacía ya tiempo desde las últimas muertes y ella aun se resistía o intentaba resistirse. Había notado que también comenzaba a morir. Sentía que el cuerpo se le consumía lentamente, casi con mansedumbre, como el agua de un estanque que se aquieta poco a poco luego de la caída de una gota. Pero a pesar de la serenidad, sentía que la muerte la abordaba y que el tiempo pronto se le escaparía, llevándole el alma y los recuerdos.
A veces creía que ellos sólo habían sido un sueño, un recuerdo, una simple ilusión; pero no ella, no María. Ese nombre breve y milenario que había heredado de sus ancestros, ese nombre que ahora le pertenecía al igual que su pasado y su sombra.
Ahora le era imposible recordar sin el olor de los jazmines y la tierra mojada que parecían habérsele arraigado en la piel. Alguna vez se lo había comentado a don Vittorio:

-         Es como en ese libro, el que leí. Cuando recuerdo lo recuerdo todo. Sus voces, sus sonrisas… todo. Casi no puedo entender la diferencia entre recordar y vivir.

La otra, Olga, fue la primera en irse, pero de eso hacía ya mucho. Un muchacho español, de barba roja y espesa, la había llevado lejos, más allá de las extenuadas vías y las madreselvas enredadas en los muros. Atrás quedaban María, la hermandad de su sangre y los muertos.
Ahora había un camino entre ellas que parecía ensancharse más y más a medida que se consumían los años. Íntimamente sabían que ahora eran distintas, que eran personas diferentes y ajenas como las que se encuentran en los andenes y los caminos.
Don Vittorio no era su padre pero desde que don Raúl quedó postrado por la apoplejía, muchas veces ocupó ese lugar en la vida de María.
-         Cuando llegaron ustedes, m’hijita, sólo estábamos yo, la estación provincial y el terreno santo. Todo lo demás era el campo ancho y verde. Al principio trabajé en el tren y donde me hice de unos pesos y unos ladrillos me puse el almacencito. Vendía diarios solamente hasta que vino el ejército y puso el cuartel y las casas aparecieron como hongos en día de humedad.

Olga era la que ahora estaba lejos, enclaustrada en otros destinos con el español barbudo, ocupada en el rito incomprensible y milenario de la fertilidad que escaseaba. De repente ella pasó a ser una imagen difusa y remota en su memoria, una luz vertical y mortecina  que ya no apuntaba hacia ningún sitio.
María, en cambio, era la de las risas pálidas, la que no conocía más amor que las caricias subrepticias del viento. Ella era la vida, la esperanza insensata en el futuro convenientemente lejano como el horizonte. Ella era la ausencia y la verdad descarnada de esa tierra sin tiempo y sin lágrimas. Ella era el alma y el secreto tesoro del recuerdo que se negaba tercamente a extinguirse. No importaban las distancias, la soledad o la muerte… Todo, absolutamente todo, podía resumirse o remediarse en ese verdor espeso del monte que la rodeaba. Creer en los sueños y en el regreso fue su verdad y, acaso, su locura.

II

Y una vez más la primavera que se entretejía en los jazmines claros y brillosos, esa neblina tibia que se recostaba sobre la parra reseca como un manto difuso. Pero esta vez las distancias eran otras o comprometían algo más íntimo o sagrado, algo como la sangre o el fuego o esa lucecita melancólica que solía arder en lo más profundo de su alma.
Olga ya tenía dos hijos al cabo de tres años y ella solo la había visto dos veces, poco después de que nacieran. Había algo parecido a una sonrisa cuando intentaban recordar, cuando trataban de borrar de un soplo ese tiempo vacío y oscuro que separaba sus cunas de las nuevas primaveras. Pero ellas se empecinaban en recordar, como queriendo cumplir una promesa antigua, más bien un sortilegio. Así pasaba el tiempo. Pero nada ocurría y ellas empezaban a notar que eran otras, que se habían convertido en personas ajenas que se extraviaban en esa ciudad extrañamente conocida y fue entonces que dejaron de intentarlo.


III


Ya amanecía y su cuerpo enroscado y tiritante buscó las cobijas que ahora estaban en el piso, retorcidas, enredadas en el estrépito de los sueños de la noche anterior. El silencio del corredor demoraba esas imágenes deformes que por momentos volvían a interpolarse en la habitación. Pronto el viento arrastró nuevos ecos desde los fondos: el alarido monocorde de un gallo, un camión rezongando la calle empedrada o el coro burlón de los horneros celebrando la mañana lluviosa.
Olga había muerto hacía ya ocho años y ahora, recién ahora, recordaba sus pasos que emergían desde el fondo y el sabor del aire bajo la parra que era distinto a cualquier otro.
El sol, a lo lejos, languidecía en un amarillo opaco. Ya no tenía el color del oro ni el del  fuego.

-         Llegará el invierno- se dijo a sí misma - Siempre llega.

Don Vittorio la había visitado la tarde anterior. Ya no lo veía con tanta frecuencia desde que Olga murió. En realidad no veía a nadie desde ese tiempo. Habían hablado durante horas del río, del agua y de Dios.

-         Para los que aún estamos aquí,- dijo don Vittorio- para los que heredamos el mundo, sólo nos queda seguir creyendo. El resto no es más que un sueño; una forma más de un recuerdo incierto.

-         Ya no puedo creer. Hace tiempo que no puedo. Dijo María con su mirada perdida en el fondo de la habitación casi en penumbras

Ahora don Vittorio no la mira. Sus ojos se han detenido en una vieja fotografía familiar que cuelga de la pared. Por un instante se pierde en esas imágenes y recuerda. Recuerda las lluvias, recuerda los primeros días en esa ciudad vacía y distante, recuerda los primeros inviernos, las noches y la tristeza. Respira profunda y pausadamente y dice al fin:

-         Los indios de por aquí creían que el río era Dios. Quizás lo creían porque era enorme, como infinito, o quizás porque sentían miedo.


IV


Una vez más amanecía. Y ella observaba, una vez más, las paredes que se clareaban de a poco. El horizonte tenía algo de cercano, como si pudiese tocarlo al extender sus manos.
No había dormido en toda la noche, aún estaba ahí, quieta en un rincón con un libro en sus manos. La tapa solo decía Werther, el resto estaba borrado por los años y el polvo.  En un pequeño papel había anotado un pasaje del libro, unas pocas palabras que hablaban de la muerte y del olvido. Ahora lo releía en silencio y sentía que esas palabras la involucraban, que le quemaban el pecho.

“No caeremos en la nada- añadió con un tono de voz penetrado de sentimiento divino- ¡Existiremos! Pero, Werther, ¿volveremos a encontrarnos? ¿Nos reconoceremos?”


V

Don Raúl había muerto al amanecer. Los primeros días de junio anoticiaban el impetuoso invierno que se dejaba entrever en el rocío escarchado y en la palidez del sol. Ahora María estaba sola. Algunos vinieron a amortajar el cuerpo muy temprano en la mañana. El velorio fue silencioso y oscuro, sólo algunas flores distribuidas promiscuamente en los rincones y unos pocos ancianos traídos menos por la tristeza que por el compromiso y la costumbre. Para el atardecer el cuerpo había sido enterrado y ya no quedaba nadie en la vieja casa, más que algunos perros, el polvo y el viento.

Don Vittorio llegó al amanecer del día siguiente. Por un largo rato permanecieron callados, sin verse, como si fuesen indiferentes a sus presencias.

-         Fui al río- dijo ella, balbuceante, casi en silencio- Fui al río y se lo pregunté

-         ¿Qué cosa, hija?

-         Dónde está Dios, dónde se esconde,  a qué le teme…

Don Vittorio la observaba distante o ajeno, como si observara algo más allá de ella, algo que la circundaba y la transcendía.

-         ¿Qué te ha dicho el río? Preguntó al fin

-         Nada –dijo ella con la voz ahogada por el llanto que, sin embargo, no dejaba brotar lágrimas, sino sólo un profundo temblor y la angustia - No me ha dicho nada.

-         Quizás Dios sea eso.

-         ¿Qué cosa? Preguntó ella, observándolo con furor

-         El silencio. Quizás Dios no se más que el silencio.

VI

Ella, María. Su nombre resonaba en su mente como un eco furioso y abrasador. ¿Quién era ella? ¿Quién era esa mujer que ahora aguardaba los días, perdida en un rincón invariable? Sus manos aún palpaban la tibieza de su piel. Pero ella se negaba a ser el fuego. Siente a su alrededor la calidez engañosa de su cama y piensa que ese calor no es más que el reflejo del suyo.

-         Llegará el invierno- se dice a sí misma - Siempre llega

Ahora piensa en los años, y en sus ojos que desgastan esas sábanas. En el recuerdo de la sangre y de la locura, el recuerdo de un sueño remoto e intemporal que sacudía su cuerpo. Y otra vez el silencio, y la quietud insoportable del agua que se niega a recordar.
Jamás entenderemos el mundo, jamás entenderemos el por qué de los límites y las distancias. Quizás sea, como entendió esa noche, porque el mundo conocido no es más que un instante, una centella raquítica que se consume en medio de nuestra oscuridad.
El secreto designio de los dioses quizás solo sea el eterno fulgor de la ira.


Agustín Ducca Pantaleón - El eterno fulgor de la ira

Ilustración:  Pablo Alonso - Ojo, lágrima y gota
                     Pablo Alonso - Resplandor de un tallado

martes, 9 de febrero de 2010

Boomerang natura

El cielo de lapislázuli azul,
es quien presiente los quejidos
de la sensible tierra.
Desde las entrañas de su ser,
infectan su mar.

El mar no es coprófago,
no se alimenta de mierda,
pero encontrará su orgía
ante las heridas que le han provocado
algunas de las bestias copuladas
desde los tiempos de Olduvai.

Las enseñanzas del escarabajo estiércolero,
nos deja la moraleja que hasta dentro de la mierda
aparecerá la vida.




Pablo Alonso - Boomerang natura


Ilustración: Pablo Alonso - Detalle de Del derecho y del revés

sábado, 6 de febrero de 2010

La madre



Hacía tiempo que las imágenes se le habían vuelto borrosas, como vistas a través de un estanque o un cristal empañado. De lo que era entonces no quedaba mucho. Siempre el mismo devenir, la misma distancia; los mismo días que se precipitaban al fondo de ese abismo ahora insondable, mas algún que otro sueño ajado y, aun así, para ella todavía existían esperanzas, posibilidades remotísimas como un grito animal, distantes en milenios de los primeros tiempos, los tiempos prometedores de la ingenuidad y el desconocimiento del destino…Y aun así había esperanzas. Esa absurda costumbre de la fe.

Desde entonces había querido ser diferente, ser otra, con otros recuerdos y otro pasado. Desear otros labios, otros cuerpos. Sentir una sangre que no fuese la suya correr bajo la piel. Siempre deseó otro futuro. Ser alguien, alguien distinto, pero alguien al fin.


Esa mañana no sería diferente (ya no recordaba días que lo fueran). Como siempre ocurría, el quejido se dejaría oír una vez más, distante y leve, pero el mismo. Y se dejó oír. Y ella estaría despierta poco antes, expectante en esa oscuridad impenetrable de la habitación. Y lo estaba. Después un silencio viscoso que se prolongaba más allá del cortinado, una suerte de muralla que se erguía sofocante, como una enorme puerta tras la cual existía o se sospechaba una energía inconmensurable y eterna.
El quejido venía de la habitación contigua. Un rumor ínfimo y atemporal que apenas subsistía en ese laberinto prosaico de las entrañas de Palermo.

- Debe tener hambre, se decía con una sonrisa imperceptible y así descendía hasta la cocina. Siempre en silencio.

Allí comenzaba a preparar el biberón. Buscaba la leche en polvo, el azúcar y todo lo necesario para inmiscuirse de lleno en ese rito, en esa procesión rigurosa de pasos, como una ceremonia ancestral a dioses despiadados e intolerantes. Un algoritmo íntimo que se sucedía noches tras noches, desde hacía un año.
Se dejaba caer en el piso mientras el agua comenzaba a zumbar. Había algo de espectral en ese suelo helado que ahora sustentaba su piel, algo como un temblor profundo que se trasmitía a sus entrañas. Y una vez más sentía ese frío inexplicable que la inundaba, que le hacía sentir ausencias que ya no debería… no después de tanto tiempo.
El agua estaba perfecta y aun así la probaba tres veces, como solía hacerlo su madre.
Ya con el biberón regresaba al cuarto en penumbras, acercándose poco a poco hasta la cuna que yacía bajo la ventana. Inerte y en silencio. Corrió las sábanas y sus manos palparon un contorno delicado, tan frágil como una copa de cristal. Pronto lo acurrucó en su pecho, con esa tibieza dulce que tienen los árboles, y los primeros versos de una canción de cuna le rebalsaron los labios. Esa canción que apenas recordaba como un eco lejano en su memoria ahora comenzaba a poblar el aire como un tumulto vacilante de imágenes y recuerdos.

La leche tibia y humeante se escurría entre sus brazos y se mezclaba con la sal de sus lágrimas y se precipitaban, juntas, indisociables, por los rincones de su rostro como gotas de rocío. Y esa mujer, tiritando en ese rincón invariable, tan oscuro, tan lejos de esa ciudad aun más oscura, se mecía con sus brazos arqueados sobre el pecho, acurrucando el aire vacío.


Agustín Ducca Pantaleón - La madre

Ilustración: Pablo Alonso - Garras

Duración

En una taciturna noche,
en la que dormitaba,
escucho algunos ruidos ajenos a su ser.
Era el lento y palúdico movimiento
del segundero del reloj,
que no se urgía en pasar. 


Pero aquella buena, nueva
y deliciosa duración,
incoaba paulatinamente
a tener cierto carácter plutónico
que nunca alcanzaba a comprender. 


La corta duración con sus ramilletes de sorgo,
aparecía con la opción de frenar el antienvejecimiento,
que transfiere inertemente a una pasiva acción. 


La corta duración, eleva al tercer piso carcelero,
donde los interminables carteles atosigan
queriendo ser testigos de un antienvejecimiento
en jornadas infernales. 


La corta duración que siempre tuvo el deseo
de frenar el reloj vital,
finalmente lo detuvo y dirigió a que el reloj de arena
y cristal se rompiera.
Finalmente la perspicacia remesa
a la metamorfosis en un cuervo,
que camuflado en el cielo negro,
existirá por siempre.



Pablo Alonso - Duración

Ilustración: Pablo Alonso - Entrada Sanclementina Daliliana (Detalle)

Las noches de fuego


... Y entré a la pieza más cansado que nunca...no me importó ni la ropa tirada en la cama, ni la ropa pegada a mi cuerpo...me hundí lo más que pude en los colchones... ¿se acuerda que le conté que mi cama tiene dos colchones?... porque así me duele menos la espalda, ¿sabe?    Si…bueno... me contorsioné un poco para sacar los cigarrillos del bolsillo. Me quedaba UNO SOLO para tirar toda la noche... pero no me importó y lo prendí... hacía tanto que no estaba tan solo en casa... somos muchos en casa, ¿sabe? una familia numerosa no te permite estar solo nunca...ni siquiera cuando querés que te dejen solo...

La primera pitada siempre es la que más me gusta...
.....
Hemm... ¿le ha pasado que a veces le parece que está en una caja completamente hermética, aislado de todo?...claro que uno se da cuenta que esta en ese estado, una vez que ya salió... bueno... de repente estaba más hundido en mi cabeza que en los colchones... completamente ajeno a todo... y solo pensaba... en... bueno, ya sabe usted en que pensaba...pensaba como fue que fui tan estúpido de haberme equivocado tanto... en cómo la dejé escapar de mi lado… cómo no me di cuenta de cómo hacer las cosas bien... pensaba en lo fracasado que me sentía y cómo se me habían truncado las cosas... en cómo había perdido tiempo tan valioso y en cómo todo era mi culpa ... me di mucha bronca y hasta sentí pena de mi mismo... se me ocurrió compararme con un hámster...o una de esas ratas que dan vueltas en los aros de metal... fui un poco duro conmigo mismo... me enredé tanto... que casi vi en tercera persona a mi mano colgando al costado de la cama... con el cigarrillo humeando...

se me pasaron los minutos a toda velocidad... y yo solo, con la mirada fija en la mano... odiándome por no ser lo que quise ser y por no estar hoy como quería estar.
De repente un pedazo de tabaco ardiendo me quemo la mano y me despertó de la manera más brusca del trance en el que estaba....
Ahí quise pitar el cigarrillo... pero si lo hacia fumaba el filtro...

Cómo me cuesta aprender de mis errores...



Nahuel Escribal - Las noches de fuego 

Ilustración:  Pablo Alonso - Fumando espero (Detalle de Tangó: de kiluba al tango de Discepolo, Piazzolla y Manzi)